sábado, 15 de noviembre de 2008

El libro, ese desconocido.

Los libros son obra de la soledad

e hijos del silencio.

Marcel Proust




Tal y como hemos comentado en clase, os invito a que escribáis unas líneas sobre algo que está entre nosotros diariamente "El libro"; no os doy ninguna consigna sobre el trabajo. Sólo os pido que os sentéis e intentéis crear una historia que tenga que ver con lo propuesto. En clase he escuchado algunos trabajos interesantes. Espero verlos en el blog y aquellos que no habéis podido leer en clase aquí tenéis vuestra oportunidad.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Rompiendo el hielo...

EL LIBRO
¿Valía la pena? Sólo eran unas cuantas hojas de papel cosidas, harían mejor función ardiendo en la hoguera. Corrían tiempos difíciles, nadie estaba a salvo, pues en cualquier momento podían ir a por ti. En algún rincón de la casa, un niño lloraba. Pronto oí cómo lo acallaban con palabras dulces. Hacía frío, y no teníamos más ropa. Sí, definitivamente estaría mejor avivando el fuego. Pero no lo quemé, en parte porque no teníamos nada con lo que hacerlo, y sobre todo, porque aquel pequeño objeto tenía mucho significado.
Encontrarlo no fue fácil, hubo que preguntar a mucha gente, gente con la que es mejor no ser visto. Una vez dimos con él, tuvimos que pagar un precio exorbitante que no podíamos permitirnos ni para comprar alimento. Finalmente lo reunimos y lo que obtuvimos a cambio nos satisfizo con creces. Estaba a medio hacer, pues las costuras de deshacían con sólo mirarlas. La portada estaba en blanco, para hacerlo menos reconocible. El papel era de mala calidad, tan fino como el de fumar, y la letra, impresa clandestinamente, era casi ilegible, aunque tampoco nosotros leíamos demasiado bien. Pero aquel libro, desgastado de pasar de mano en mano, era para nosotros un tesoro. Simbolizaba todo aquello en lo que creíamos, nuestras esperanzas e ilusiones, el motivo por el que habíamos luchado, y seguiríamos haciéndolo.
Dejamos que la euforia nos invadiera unos instantes para luego dejar paso al sentido común, y salimos corriendo de aquel tugurio, sin parar hasta llegar a una vía principal, donde recobramos la normalidad para simular que éramos inocentes. Y es que aunque parezca mentira, éramos culpables de un delito grave a ojos de la ley. Y aquel desafío a la autoridad nos podía costar muy caro. Todos lo habíamos leído ya, y a los que no sabían leer les habíamos susurrado las palabras prohibidas que aquel libro contenía. Teníamos encuentros furtivos al menos una vez por semana, pero cada vez éramos menos, pues el asunto daba más y más miedo. Lo que había empezado como un juego se había convertido en nuestra única vía de escape, un clavo ardiendo al que nos agarrábamos desesperadamente.
Pero la cosa se puso fea cuando uno de los nuestros, nuestro cabecilla, pero así decirlo, había sido apresado por ciertos escritos en un periodicucho. El seudónimo no había conseguido ocultarle durante mucho tiempo. Todos le habíamos advertido de que era muy peligroso, pero él no quiso escucharnos. Dijo que el que no arriesga, no gana. A veces me preguntaba cuándo nos tocaría a nosotros ganar.
Si ya de por sí quedábamos pocos, después del incidente nos vimos reducidos a la mitad. Era de esperar, y lo sentíamos, pero por otra parte, ahora sabíamos al fin que sólo quedábamos nosotros, los de siempre, quienes verdaderamente queríamos estar allí. Habíamos comenzado juntos, y juntos llegaríamos hasta el final. Pero también a nosotros nos asustó el hecho de que nuestro amigo estuviera en prisión, tal vez en una situación mucho peor, y nuestros encuentros se hicieron menos frecuentes. Llevábamos la palabra “problemas” tatuada en la frente.
Muchos sabían de nuestra condición, pero fingían no darse cuenta. En mi barrio me señalaban con el dedo y cuchicheaban a mis espaldas. No podíamos dejarnos ver juntos en público para no suscitar comentarios. Y es que algunos de esos rumores, aunque estaban a otro nivel, no se alejaban demasiado de nuestras intenciones, y eso no lo podíamos consentir. Aún era pronto para que todo aquello llegara a oídos de la policía. Nos quedaba mucho por hacer, y si empezábamos a ser perseguidos, no conseguiríamos cumplir con nuestro cometido.
Nos íbamos turnando el libro, pues creíamos que sería mejor si no estaba mucho tiempo en manos de la misma persona. El portador debía protegerlo con su vida, pues si era descubierto, ponía en peligro al resto. Me había tocado a mí cuidar de él, y esta misma noche cambiaría de dueño. Al principio pensé en releerlo, pero me sabía cada palabra de memoria, y me pareció arriesgado sacarlo siquiera. Me lo habían entregado en un saquito, y lo metí tal cual bajo mi camisa, ocultándolo con el grueso abrigo. No me había separado de él ni un momento, ni de día ni de noche, y hasta esa mañana no lo había sacado de debajo de mi ropa. Pero ahora lo tenía entre mis manos y lo examinaba minuciosamente. Era increíble que algo tan pequeño pudiera causar tanto revuelo. Consciente por primera vez del riesgo que suponía, deseé desembarazarme de él de inmediato. Y aquello me preocupó. Era la primera vez que me paraba a pensar seriamente en la repercusión de mis actos. No podía apartar la vista del papel, culpable de todo. Había sido lo que nos había incitado, su mensaje nos creó falsas esperanzas y nos había abocado a nuestra perdición. Ahora éramos unos criminales, debíamos escondernos como ratas y salir a la calle con miedo, todo por un libro. Quería tirarlo, pisotearlo, quemarlo, romperlo a pedazos, gritarle que me dejara vivir mi vida.
Pero no hice nada. « ¿Soy un cobarde? », pensé. Pero no era cobardía, sino comprensión. Había recordado de golpe todo ese cúmulo de imágenes grabadas en mi mente que me habían llevado a ser quien era. Guerras crueles, tiroteos y asesinatos, mujeres gritando, niños abandonados, muerte, hambre y desolación, todo ello oculto tras un velo de palabras vacías y la risa del poderoso resonando en los corazones marchitos de la gente. Sabía muy bien por qué y por quién debía luchar: por la libertad de los oprimidos. Ya no tenía miedo, y eso que casi podía oír en la puerta los golpes de los que pronto vendrían a apresarme. Si no lo hacía yo, no lo haría nadie, y no quería que mi hijo viviera en un mundo como este. Hambre para hoy, pero pan para mañana. Le demostraría que su padre también podía ser un héroe, y que estaba dispuesto a dar su vida y su alma por él.
Un solo momento de debilidad había estado a punto de echar por tierra todos mis planes, pero eso no volvería a pasar. No quise considerarlo una traición a mis compañeros, pues creí que, mientras todos tuviéramos claro dónde estaba nuestra lealtad, podíamos permitirnos algún flaqueo. No pensaba rendirme, así que guardé el libro en su funda y lo devolví a su lugar. Si de mí dependía, jamás sabrían de su existencia aunque me torturaran. No dejaría escapar la oportunidad de ser feliz. No después de todas las penurias pasadas. Haría que el esfuerzo y sacrificio de otros no fuera en vano.
Sí, definitivamente, valía la pena.

Anónimo dijo...

Ayer tras la cena y viendo la bazofia televisiva, llamé a mi buen amigo Pablo Neruda para que se acercara a charlar un rato conmigo. Me contó la historia de un joven cartero plagado de sueños y ganas de vivir, que gracias a la inspiración que le provocaba el manso rumor de las olas del mar que bañaba Isla Negra, se había convertido en un gran poeta.
También nos dio tiempo para hablar acerca del amor y sus sinsabores, de los tristes que pueden llegar a ser unos versos y de lo bonitos y estrellados que pueden ser otros.
Al rato de estar con Pablo, llamó al timbre Miguel Delibes que se unió a la conversación. Venía de estar cinco horas con Mario en el día de Los Santos Inocentes.
Cuando estábamos los trs dialogando, escuché el sonido de mi teléfono móvil. No reconocí el número, era tremendamente largo, debia proceder del extranjero. Lo cogí y una voz me dijo:
-Soy Federico García Lorca desde Nueva York, una ciudad deshumanizada pero bella, aquí todo es tan frio y contemporáneo que necesitaba hablar con alguien de la tierra, mi querida tierra, que me diera un poco de cariño y me arropase.
Me comentó que echaba muchisimo de menos su antiguo hogar, la casa de Bernarda Alba, el ambiente familiar no era muy bueno pero era divertido, parecia una novela.
Hablando de novelas, el otro día viajé a Bilbao para visitar a Unamuno que lo estaba pasando mal, con una irrefrenable crisis religiosa provocada por la muerte de su hijo. No tenía un céntimo, estaba en la ruina y para ganarse el pan de cada día había decidido hacerse escritor, pero él no escribiría novelas, según me dijo, haría nivolas.
Tras terminar de hablar con Federico, oí como se acercaban a mi casa un rebaño de cabras dirigidas por un jóven pastor con aires de paleto pero exquisito vocabulario. Me llamo tanto la atención que le hice pasar, se presentó a los allí presentes bajo el nombre de Miguel Hernández. Acababa de llegar a Madrid desde Orihuela repleto de sueños y ganas de triunfar en la poesía. Se le veia algo politizado y nos comentó que conocía a Ramon Sijé, un gran amigo suyo al que tanto añoraba.
Me levanté un momento para servirles un café y camino de la cocina vi una oscura golondrina varada en la ventana, lo que me hizo acordarme de mi difunto amigo Gustavo Adolfo y sus rimas y leyendas.
Al volver, se tomaron el café y se despidieron de mi argumentando cansancio y tener que madrugar al día siguiente.
Acepté con resignación, los cerré como de costumbre y los dejé con exquisita sutileza en la estantería de mi habitación